Alberto Fernández está en campaña. No lo dirá nunca en forma explícita, pero su objetivo de ser reelecto no es una utopía. Está convencido de buscar un nuevo mandato al frente del gobierno nacional, pero también tiene en claro que para que eso suceda el peronismo, bajo la órbita del Frente de Todos, tiene que ser competitivo.
El Presidente entiende que para que el Gobierno pueda quedar en manos peronistas, sea quien sea el candidato, hay que revalorizar la gestión. Mostrar que la producción está creciendo, que los índices de exportación son positivos y que las obras públicas avanzan en todo el país. Lo difícil es el contrapeso de esa mirada positiva. El aumento de la inflación y el espasmódico dólar blue. No hay relato que le sirva a la gente que ha perdido, en forma brutal, su poder adquisitivo.
El oficialismo aún sobrevive la idea de que Fernández intenta reconstruir su poder para poder llegar al final del mandato con voz y voto, pero que sus posibilidades de ser candidato son nulas. ¿El motivo? El día a día del gobierno -en un contexto difícil de pandemia y guerra-, los ataques del kirchnerismo y su falta de decisión sobre la gestión del poder, desinflaron su imagen y su autoridad.
En ese contexto y con el sector K, que es el socio mayoritario de la coalición, esmerilándolo de forma permanente, a Fernández le ha costado mucho poder hacer pie en su propia gestión. Por eso a los gobernadores y los intendentes les cuesta verlo como un candidato competitivo. Además, en el caso de los mandatarios provinciales, le facturan los idas y vueltas con promesas que no se cumplieron.
Sin embargo, el jefe de Estado sigue adelante y lo hace con una misión clara: exponer su gestión, tratar de revitalizar el vínculo con los distintos sectores del espacio -excluyendo el kirchnerismo- y dando batalla pública frente a los embates K que alteran la interna palaciega. Si no lo hace él en persona, es a través de sus ministros más cercanos. Responde y esa acción ya implica un cambio respecto al año pasado.